Tres planos
@2009 - Marcos Montes de Oca
La vista del hombre, como sabemos, es tridimensional: el hecho de contar con dos ojos nos permite apreciar la profundidad de los escenarios en los que nos movemos. En efecto, entre nuestras dos pupilas media una distancia de unos 6 o 7 centímetros, y ello hace que la imagen que cada ojo percibe sea ligeramente diferente. Cuando estas dos imágenes, convertidas por la retina en impulso nervioso, alcanzan la zona del cerebro encargada de procesarlas (el córtex visual), son fundidas en una sola, que está dotada de sensación de profundidad. Por eso decimos que nuestra visión es estereoscópica.
Sin embargo, este sistema de visión estereoscópica con el que la naturaleza nos ha dotado tiene sus limitaciones: puesto que la base del mismo es la diferencia entre las imágenes recogidas por cada ojo, nos encontramos con que, cuando los objetos están muy lejanos, ambos ojos perciben exactamente la misma imagen y, por tanto, perdemos la noción de profundidad.
Y, cuando de objetos lejanos se trata, ninguno lo es tanto como los cuerpos celestes. Por este motivo, percibimos visualmente el cielo nocturno como un manto de estrellas en el que la tercera dimensión parece por entero ausente. Sin embargo, como tantas otras veces ocurre con nuestra percepción del universo, esto es una imagen falseada por la limitación de nuestros sentidos. En realidad, entre estos objetos que nos parecen dispuestos en una bóveda, existen verdaderos abismos.
La fotografía que protagoniza esta entrada es un buen ejemplo de ello. Se trata de una imagen tomada por el autor en el lugar de observación de Magallanes en Calar Alto (Almería), en las cercanías del Centro Astronómico Hispano Alemán, durante la madrugada del 22 de agosto de 2009. En ella apreciamos un campo de estrellas sobre el que destacan dos objetos: una galaxia en la esquina superior izquierda y un cúmulo globular en la esquina inferior derecha. Ambos cuerpos parecen flotar entre las estrellas, sin que podamos intuir profundidad alguna en el conjunto. Sin embargo, el estado actual de la ciencia astronómica nos permite aportar ciertos datos que nos ayudarán a entender lo que en realidad estamos viendo.
En primer lugar, convendría recordar cuál es la estructura de nuestra galaxia y cuál es el lugar que ocupamos dentro de ella. Las estrellas de la Vía Láctea, como nuestro Sol, se encuentran dispuestas en un disco aplanado que rodea un denso núcleo. La distancia que nos separa de dicho núcleo es de 28.000 años-luz. El grosor de este disco, por otra parte, es de unos 1.000 años-luz. Pues bien, cuando esta imagen fue obtenida, la cámara estaba apuntando casi exactamente hacia “abajo” del disco de la galaxia, entendiendo por “abajo” la dirección perpendicular al disco en sentido sur. Si la galaxia fuera un DVD sostenido horizontalmente por una mano, y la Tierra fuese una motita suspendida en el interior del grosor del disco, estaríamos mirando justo hacia el suelo. En esta dirección (que, con propiedad, se denomina el sur galáctico), lo primero que vemos es una nube de estrellas pertenecientes a la constelación de Sculptor que se prolonga aproximadamente 500 años-luz (recordamos: el disco tiene un grosor de 1.000 años luz y nos hallamos en un punto más o menos equidistante de sus límites inferior y superior). Si, en lugar de hacia “abajo” de la galaxia, estuviéramos mirando hacia su centro, en dirección a la constelación de Sagitario, esta nube tendría una profundidad no de 500, sino de 28.000 años-luz y, por tanto, se nos mostraría con una densidad de estrellas mucho mayor. En nuestra foto, por tanto, el campo estelar es relativamente pobre, y ello a pesar de que el contaje automatizado de estrellas nos arroja un número aproximado superior a las 9.000.